Lectura de la Biblia en el Evangelio según Lucas en el capítulo 14, versículos del 25 al 35.
Lucas 14:25-26. El discípulo es aquel que, después de escuchar las enseñanzas de Su Maestro, las pone en práctica y por consiguiente, sigue sus pisadas; asemejándose a Su Maestro.
En este mundo, puede ser que todo esté en oposición a Cristo y a sus enseñanzas. La salvación eterna y la fidelidad al Señor dependen de no dejarse desviar por nada, ni nadie. Los padres, una esposa, un hermano, una hermana, un amigo, y sobre todo nosotros mismos, pueden ser impedimentos para recibir a Cristo como Salvador personal, y que seamos fieles después de haberle entregado nuestra vida. Es solo en este sentido que tenemos que aborrecerlos, sin tener en cuenta la oposición que pueda suscitar. Porque ni un padre, ni una madre, ni una esposa, ni un hermano, ni una hermana, ni un amigo, pueden salvar del juicio eterno a aquellos que aman. Por eso, no debemos permitir que algunos de ellos nos haga apartar del Señor, ya sea del camino de la salvación o de la fidelidad.
Es evidente que esta enseñanza del Señor no afecta en absoluto a los deberes de los hijos hacia sus padres. Por ejemplo, un hijo que no tuviese en cuenta la oposición de sus padres para seguir al Señor, quien en este sentido los aborrecería, según la expresión de Jesús, será el primero en honrarlos, demostrándoles su amor a través de su mansedumbre, consideración, complacencia, sumisión y abnegación en el cumplimiento de sus deberes. Estas cosas no se encuentran siempre en las familias, donde han penetrado los principios de este mundo. Incluso en esto, según la Palabra de Dios, conocemos que estamos en los últimos días de la cristiandad. En 2 Timoteo 3:1-5, Pablo dice que los hijos serán: “Desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural” (2 Timoteo 3:2-3). ¡Cuánto nos gustaría ver en las familias cristianas a hijos que reaccionen contra el espíritu actual, siendo obedientes, sumisos y respetuosos de sus padres! Lamentablemente, muy a menudo, nos encontramos con la desobediencia, la propia voluntad, indiferencia a las dificultades que experimentan sus padres, la ingratitud y la falta de respeto. Y, por encima de todo, la indiferencia a las cosas de Dios.
Los hijos de padres cristianos tienen que recordar también que su conducta forma parte del testimonio que deben dar sus padres, porque ellos son responsables frente al Señor de criarlos en su temor y bajo sus enseñanzas. Por esto el Señor no exige otra cosa que la obediencia de parte de los hijos. Esta obediencia tiene la promesa de una bendición especial, para el presente y para la eternidad. Pero, volvamos a nuestro capítulo.
Una vez que una persona es salva debe obedecer en primer lugar al Salvador, que es Su Señor pues ha adquirido todo derecho sobre ella. El Señor ha querido tener, no solamente almas salvadas en el cielo, sino discípulos en la tierra, que anden en sus pisadas y den testimonio de Él reproduciendo su vida ante el mundo. Para eso, hay que llevar la cruz, esto es, darle muerte a todo lo que es incompatible con la vida de Cristo. No podemos seguir al Señor a la ligera.
Jesús continua con Su enseñanza diciendo que nadie empieza a construir una torre sin antes calcular si tiene con qué acabarla. Si comienza y después no puede terminar, los que lo ven se burlarán de él. De la misma forma, un rey no va a la guerra sin antes examinar sus ejércitos para ver si puede resistir con diez mil al que viene contra él con veinte mil. Si no lo puede hacer, se informa de las condiciones de paz.
Estos ejemplos no quieren decir que para seguir a Cristo debamos considerar nuestras propias fuerzas y calcular si podremos resistir a la oposición que encontraremos tratando de ser fieles al Señor. Es evidente que si se hiciera este cálculo, nadie seguiría a Cristo, porque el enemigo sabe presentar las dificultades de manera aplastante, ya sea para la conversión o para el andar cristiano. Por el contrario, debemos darnos cuenta de que no poseemos fuerza, ni capacidad alguna para hacer frente a las dificultades que se encontrarán en el camino. Reconozcamos que necesitamos la intervención del Señor, cuyo poder se perfecciona en la debilidad y que siempre está a disposición de aquel que cuenta con Él sintiendo su propia debilidad. Por así decirlo, se ubica detrás de Él, sabiendo que Él tiene la capacidad para hacerle frente a todo, con poder, sabiduría y amor. De ese modo, podremos seguir al Señor sin desfallecer, como fieles testigos, si llevamos los verdaderos caracteres de discípulos de tal Maestro.
Lo que hace fácil el camino, es la renuncia de lo que poseemos, liberando así nuestros corazones. Jesús dice: “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:33). Renunciando a todo, conservamos nuestros corazones perfectamente libres para seguir al Señor. Pero apenas queremos arrastrar con nosotros algo del mundo, ya no mostraremos los caracteres del discípulo de Cristo; debemos escoger entre Él y las cosas del mundo. No podemos servir a dos señores. Siempre revestiremos el carácter de lo que ocupa nuestro corazón.
Esta separación del mundo que debe caracterizar al discípulo de Cristo, hace que sea la sal que tiene la propiedad de conservar los alimentos que entran en contacto con ella. El pecado ha corrompido todo en el mundo. La vida de Cristo debe ser manifestada pura y simplemente por el creyente siguiendo a Su Maestro. Las características de la sal se reproducirán en una separación absoluta de todo mal. De esta forma, toda la vida del creyente será un testimonio para Él. Si esto no sucede, si el cristiano no reproduce la vida de Cristo en el mundo, pierde su carácter de testigo; no sirve para nada. “Buena es la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es útil; la arrojan fuera” (Lucas 14:34-35).
El cristiano infiel, que no anda en santidad, no es de ninguna utilidad para el Señor. ¡Qué pensamiento solemne para todo el que profesa ser cristiano! Por eso Jesús añadió: “El que tiene oídos para oír, oiga” (Lucas 14:35). Todo creyente tiene oídos; pero, ¿para qué los usa?
Extracto de “Pláticas Sencillas: Lucas” por S. Prod’hom